De las bibliotecas invisibles y los refris para toda la vida
Un newsletter sobre las cosas que nos sostienen en la adultez
Mi abuelo tenía una biblioteca llena de libros, todos de pasta dura y con nombres en tipografía elegante. Cuando mi abuela murió, los tomos fueron rapiñados por los familiares cercanos y algunos de ellos viven en el librero de la casa de mi mamá. Se sienten incómodos, supongo, lejos de la alfombra persa y los pisos de marfil, resignados a vivir al lado de los legos de snoopy y la pelota mordisqueada que tenemos que poner fuera del alcance de Zeus para que no se obsesione con destriparla.
A mi esos libros, como muchas otras cosas, me provocan una ansiedad tremenda. La colección que los acompaña esta conformada de un par de libros manoseados que mi mamá tiene desde la universidad, unos ejemplares que un ex mío nos regalaba sin ton ni son porque se los daban las editoriales como publicidad y best sellers en inglés que mi hermana ha ido acumulando. La mayoría de estos está marcado con un puntito dorado, que significan que soy libre de ofertarlos en Marketplace por un precio ridículo o en su defecto, intercambiarlos por sobrecitos para gato. Los únicos libros que me pertenecen siguen en su sitio porque no les he podido encontrar comprador.
Libro que leo, libro que se vende. Ediciones especiales, raras traducciones en francés, manuales de costura… pasan por mis manos como agua que se va escurriendo.
Recuerdo que de niña me causaba fascinación pasar horas en la biblioteca del abuelo que no conocí y hojear esos libros, fuera de la comprensión de mi edad. A las futuras generaciones de esta familia, les tocará si bien les va un Kindle.
La idea de no tener una biblioteca va acorde a una obsesión mía por limitar las cosas que poseo. No es un espíritu anticapitalista ni mucho menos, porque compro una cantidad inapropiada de Starbucks a la semana para presumir algo por el estilo. Tiene que ver más, sospecho, con la idea de no tener una casa. Con el trauma de ser una niña que se mudaba constantemente, hasta dos veces por mes y que aprendió a envolver tazas perfectamente con papel burbuja, aunque poco a poco el hartazgo de desenvolverlas cada semana hizo que acabáramos por usar vasos de plástico.
Comparto techo con mi madre y mi hermana, una tortuga, un perro y por las mañanas y las noches, por exactamente 40 minutos, con una gata carey (que después nos cambia por techos donde da mejor el sol). Tengo el enorme privilegio de no pagar renta. Como la casa la construyeron mis padres y tiene más o menos mi edad, ni siquiera salgo a la calle cuando tiembla. Pero mi territorio designado se limita a un cuarto, de más o menos nueve por nueve.
Por un rato entretuve la idea de mudarme con una pareja. Eso explotó de forma tan abrupta que terminé metiendo mis cosas de madrugada en el carro de mi mejor amiga y emprendiendo la huída en la oscuridad con un ataque de pánico y una computadora de 30 mil pesos envuelta en una pijama.
También hubo un intento 2.0 que acabó con una pelea inmobiliaria para devolver un anticipo. Desde entonces me he quedado lamiendo las heridas y fantaseando con la idea de unirme a la masa de gente que renta.
Pero los últimos casos de peregrinaje de mis amigos me dan escalofríos. Desde la historia de terror del departamento con cuatro roomies donde el gato iba dejando arena sucia sobre la mesa y había una lucha de poder con garrafones de agua, hasta las cohabitantes que te dan un ultimátum para marcharte mientras encienden sahumerios y te leen la carta astral.
La casa de mi mamá está llena de adornos. De cosas que ve en Ikea o en Zara Home y se echa al bolso sin pensar si para que quepan va a tener que tirar algo más. Compra muebles macizos, para que duren. Y acumula fresquitos de especias en una torre de equilibrio precario en los cajones de la cocina. Recientemente anunció que compraríamos otro refrigerador y cuando le mencioné la idea de vendérselo a uno de mis amigos, se avergonzó de las orillas picadas por el óxido y un cajón que se tambalea al meterse.
“Da igual mamá, que lo van a ocupar solo unos meses”.
Porque igual y en el depa nuevo no cabe. O hay una opción para vivir al otro lado de la ciudad pero sale más barato rematar los muebles que pagar el flete. Igual y el roomie tiene frigobar. Las estancias para trabajadores remotos casi siempre van amuebladas. Ya nadie tiene refris para toda la vida.
A veces me pone un poco triste pensar en esta generación de peregrinaje eterno. Siempre metiendo la vida en cajas con olor de fruta. Dividiendo en fracciones 30 metros cuadrados para costear un poco de aire propio. “Rentar es mejor que comprar, es calidad de vida” dicen para luego pelearse porque alguien dejó el baño común como zona de guerra.
Yo creo que algún día cumpliré la meta que tengo en la cabeza. Son de esos sueños que te permites aunque no sepas muy bien como lograrlos. Unas dos habitaciones, una para dormir y la otra para tejer. Un closet enorme, pero con ropa justa para que equipa en dos cajas. Solo diez libros, los más releídos. Paredes donde podrían haber cuadros pero no los hay, porque la imagen de la pintura desnuda me da paz mental. Un baño con colores claros para poder ver a los moscos con más facilidad. Solo dos sartenes porque de todas maneras si cocino tres platillos al mismo tiempo uno se me acaba por quemar. Un microondas, donde haré quesadillas porque así me gusta. Una sala donde la gata se pueda estirar donde le de la gana. Un comedor con seis sillas, porque son todas las que se necesitan. Un refrigerador que dure décadas, aunque el cajón de las verduras ya no cierre bien. Y un sillón cómodo, donde te puedas quedar dormida. Que de a una ventana con mucha luz, para poder contemplar las escrituras del lugar con mi nombre donde dice propietario.